Amigos
Conviene saberlo, no solo es el caso del Tibet !!! Quieren cambiar nuestra ley para que haya menos justicia y mas impunidad en el mundo !!! Asi de claro.
La argumentacion para esta maniobra es vergonzosa legal y eticamente, y parte de las pataletas diplomaticas de paises poderosos afectados, de la ignorancia, de la manipulacion politica, de los intereses economicos y de la pasivida de todos.
Estos dos brillantes articulos explican el contexto de la verguenza politica que se esta tramando para limitar y ahogar la Justicia Universal y todos los casos abiertos en la Audiencia Nacional incluidos por supuesto los del Tibet.
Como se dice vulgarmente, se puede decir mas fuerte pero no mas claro.Y nadie mas experto y con mas experiencia que:
Jose Antonio Martin Pallín (Magistrado. Comisionado de la Comisión Internacional de Juristas) y Manuel Ollé (Profesor de Derecho Penal, director de la Cátedra de Derechos Humanos, Universidad Antonio de Lebrija, presidente de la Asociación Pro-Derechos Humanos de España, APDHE) para decirlo.
Aun asi es debemos saberlo y decirlo todos, cada uno en su circulo, cada uno a su manera.
Un abrazo
Alan Cantos
POR FAVOR DIVULGAD A LOS CUATRO VIENTOS !!
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23/5/2009 Edición Impresa LA PERSECUCIÓN DE LOS CRÍMENES CONTRA LA HUMANIDAD
¿Quién teme a la justicia universal?
No podemos convivir impasiblemente con hechos tan insoportables como el genocidio
JOSÉ ANTONIO Martín Pallín*
La jurisdicción universal abre la posibilidad de juzgar, en la mayor parte del mundo, crímenes que conmueven la conciencia de la humanidad y de cualquier sociedad civilizada.
Su origen más cercano se encuentra en los juicios de Núremberg, que en su tiempo merecieron la entusiástica aprobación y reconocimiento de los estados que ahora se irritan o se muestran diplomáticamente molestos ante la apertura de procesos dirigidos a exigirles responsabilidades por hechos hoy elevados a la categoría de delitos contra la humanidad.
Lo que el tribunal militar aliado de Núremberg tuvo que construir sobre la marcha –eso sí, con materiales nobles que han resistido el paso del tiempo– más adelante fue asumido por las Naciones Unidas en las reglas de Núremberg y hoy lo tenemos plasmado, en forma de ley, en el Estatuto de la Corte Penal Internacional firmado por la abrumadora mayoría de países integrados en las Naciones Unidas, con llamativas reservas a su jurisdicción formuladas por países como Estados Unidos o China.
La jurisdicción universal no se dedica, como tramposamente se intenta trasmitir a la opinión pública, a investigar toda clase de delitos como si se tratase de una especie de juzgado de guardia global. La jurisdicción universal está delimitada por la específica regulación de las leyes nacionales y el Estatuto de la Corte Penal Internacional.
No podemos convivir impasiblemente con hechos tan insoportables como el genocidio o los crímenes de lesa humanidad. No se trata de perseguir conductas aisladas de tortura, asesinatos, desaparición forzada de personas o ejecuciones extrajudiciales u otros de carácter similar que ocasionen grandes sufrimientos o atenten gravemente contra la salud física y mental de las personas, sino aquellas que, como dice el Estatuto de la Corte Penal Internacional, firmado y aceptado por España, se cometen como parte de un ataque generalizado y sistemático contra una población civil.
Solo los que empleen estos métodos pueden temer a la jurisdicción universal. Me parece lógico que los gobiernos, que firman tratados para comprometerse a cumplirlos, prefieran que su país no se vea envuelto en un conflicto diplomático que comprometa su real politik. Pero no pueden ir más allá de la demostración de una cierta incomodidad para después defender a sus jueces, cuya independencia está por encima de las relaciones coyunturales con otro país. Sea este una potencia mundial, un Estado africano, un dictador árabe o asiático o un gobernante de la antigua Yugoslavia.
En España no se puede desconocer la realidad de la jurisdicción universal, avalada por las leyes y ratificada por nuestro Tribunal Constitucional corrigiendo el voto mayoritario del Tribunal Supremo, en el caso de Guatemala, y proclamando que la justicia universal no tiene condicionamientos ni limitaciones por razón de país o sujetos activos o pasivos del delito.
Se puede comprender que el presidente del Gobierno o el ministro de Asuntos Exteriores se sientan incómodos ante iniciativas judiciales. También resulta coherente la toma de postura de muchos columnistas que descargan sus fobias contra jueces sistemáticamente acosados por tomar decisiones incómodas. Pero no podíamos pensar que al ataque se sumasen las más altas instituciones del Poder Judicial. El presidente del Supremo tiene que ser un guardián del sistema y medir sus declaraciones. No somos los gendarmes del mundo. No tenemos peleas diplomáticas diarias y algunas iniciativas sí han prosperado. Además, aunque sea por rescatar la realidad, el caso Scilingo ha llegado a buen puerto y se está ejecutando la sentencia.
El fiscal general del Estado ha llegado a decir que los jueces de la Audiencia Nacional, que admiten estas querellas, son unos juguetes en manos de los que las presentan.
En el caso de la base de Guantánamo, su posición ha ido más allá al considerar que la querella es fraudulenta. No opinan lo mismo prestigiosos abogados norteamericanos y asociaciones de derechos civiles de ese país. Incluso el presidente de la Comisión de Justicia del Congreso de Estados Unidos se ha mostrado partidario de la iniciativa española.
El Gobierno israelí ha descalificado la denuncia por los sucesos de Gaza, pero oculta que un general de su Ejército fue retenido en Londres a bordo de un avión de su nacionalidad, advirtiéndole de que si descendía le detendrían. Como es lógico, no bajó y retornó a su país.
No corren actualmente buenos tiempos para la jurisdicción universal. Los malos presagios se han confirmado y el reciente acuerdo entre los partidos mayoritarios para modificar su regulación es un síntoma preocupante. Condiciona la persecución en España a que el acusado se encuentre en nuestro territorio o que la víctima sea de nacionalidad española. En definitiva, significa volver al siglo XIX y rescatar los principios de la aplicación extraterritorial de la ley penal española. Las víctimas son universales, y discriminarlas por su nacionalidad limita sus posibilidades de pedir justicia y poner coto a la impunidad. ¿Ha cambiado la política de protección de las víctimas?
Como siempre, los poderosos son elogiados y obedecidos (Estados Unidos e Israel), y los pueblos, despreciados. Ya lo decía Maquiavelo hace varios siglos.
* Magistrado. Comisionado de la Comisión Internacional de Juristas.
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EL PAÍS
TRIBUNA: MANAUEL OLLÉ SESÉ *
El avance de la justicia universal
MANAUEL OLLÉ SESÉ 23/05/2009
La hoja de ruta para limitar la práctica de la justicia universal en España es una lamentable realidad. El Congreso acaba de aprobar una propuesta de resolución por la que se pretende reducir su ejercicio a los casos en los que los presuntos responsables se encuentren en España o que existan víctimas españolas y, en todo caso, siempre que un tribunal internacional o el país donde sucedieron los hechos no esté procediendo a su «persecución efectiva». Es la culminación formal de las recientes críticas a la Audiencia Nacional: ¿por qué está enjuiciando las torturas de Guantánamo, los vuelos de la CIA, la masacre de Gaza, la represión del Tíbet o de los miembros de Falun Gong, los genocidios de los pueblos guatemaltecos o saharauis, el asesinato del periodista Couso o los de los jesuitas en El Salvador, o los crímenes de Mauthausen?
Los argumentos vertidos para desterrar la aplicación de este principio de justicia penal internacional son variados y alguno poco riguroso: técnico-jurídicos, económicos, de política exterior, de falta de capacidad de nuestros tribunales para asumir esa carga de trabajo en detrimento de nuestra justicia o incluso sobre el egocentrismo o protagonismo de algunos jueces.
La paradoja es sorprendente. En España, el principio de justicia universal se ha aplicado sin controversia alguna hasta el inicio de los casos Pinochet y Argentina en 1996. Todos saludábamos con satisfacción que los jueces de la Audiencia Nacional abordaran en aguas internacionales barcos cargados de droga, cuando ni siquiera el destino del cargamento fuera España ni existiera nexo alguno de los hechos, buque o tripulación con nuestro país. Por el contrario, el aplauso a los jueces y fiscales, en la persecución del narcotráfico, se torna injustificadamente en censura cuando se trata de enjuiciar crímenes contra la humanidad que desgarran el corazón de los Derechos Humanos.
La razón no es otra que el indudable componente político afecto a las circunstancias en las que se cometen estos horrendos crímenes, en su mayoría desde las estructuras de poder de iure o de facto.Y, precisamente, desde los países donde se ejecutaron los hechos se despliegan todo tipo de estrategias para garantizar la insoportable impunidad de sus autores y partícipes. En el ámbito interno, dictan leyes de auto impunidad; y, en el externo, orquestan inadmisibles estrategias políticas y diplomáticas, que terminan surtiendo efecto, y muy especialmente cuando provienen de los Estados poderosos, a costa de los Derechos Humanos.
Buena muestra de ello han sido las actuales presiones de Israel o Estados Unidos al Ejecutivo español para cerrar como fue-re los casos que les afectaban, además de permitirse rechazables ataques a los jueces Garzón, Pedraz y Andreu.
La interesada devaluación de este principio internacional se corresponde con un equivocado enfoque desde el Derecho interno, cuando el análisis debe efectuarse desde el Derecho internacional, singularmente mediante el compromiso adquirido en diferentes convenios (por ejemplo, Genocidio, Tortura o Convenciones de Ginebra), al que nos debemos. Éste, por un lado, desde épocas remotas, ha fundado el principio universal en la naturaleza de los delitos, su extrema gravedad, y, consecuentemente, en el compromiso internacional para su persecución. Cada vez que se comete un crimen internacional de primer grado resulta lesionada su víctima, pero también toda la comunidad internacional es ofendida. Y, por otro lado, para la aplicación de este título jurisdiccional es innecesario, según el Derecho internacional, como recordó nuestro Tribunal Constitucional (STC 237/05), cualquier punto de conexión como la presencia física de sus responsables en España o que las víctimas sean españolas.
La Corte Suprema de Israel, hoy detractora de la justicia universal, en el caso Eichmann, basándose en el principio de competencia universal, resaltó que «el derecho del Estado de Israel a castigar al acusado derivaba de una fuente universal -patrimonio de toda la humanidad- que atribuye el derecho de perseguir y castigar los crímenes de esta naturaleza y carácter, porque afectan a la comunidad internacional, a cualquier Estado de la familia de naciones, y el Estado que actúa judicialmente lo hace en nombre de la comunidad internacional».
El consenso para el enjuiciamiento de estos crímenes, cimentado después de los horrores de la Segunda Guerra Mundial, en el Derecho de Núremberg, aunque congelados en la Guerra Fría, se rescató con la creación de los Tribunales Penales Internacional especiales (ex Yugoslavia o Ruanda), de tribunales mixtos (como los de Sierra Leona o Líbano) y, especialmente, con la instauración de la Corte Penal Internacional (CPI). Tribunal, este último, llamado a ser el verdadero órgano universal de enjuiciamiento de los crímenes de genocidio, lesa humanidad, guerra y agresión.
Estos tribunales supranacionales, sin embargo, no colman las exigencias de justicia. Las limitaciones con las que nacieron -por razón del tiempo en el que los hechos se cometieron, del lugar o del tipo de crimen- han desembocado en insalvables impedimentos para sentar en sus banquillos a los responsables de tan repugnantes crímenes. La Corte Penal Internacional, por ejemplo, sólo puede enjuiciar hechos cometidos con posterioridad al 1 de julio de 2002 y que afecten a situaciones de países que han ratificado su Estatuto.
Este insatisfactorio escenario judicial internacional traslada, por imperativos del Derecho internacional, el deber de combatir la impunidad y la violación de los Derechos Humanos a los tribunales nacionales. Los órganos judiciales de Francia, Bélgica, Alemania, Canadá, Senegal o España, entre otros, lo han demostrado.
En nuestro caso, el desarrollo del principio universal y su aplicación por nuestros tribunales ha sido, tal vez, la mayor aportación a la comunidad internacional en la defensa de los Derechos Humanos.
Si existe anuencia por parte de los Estados en que hay que juzgar a los grandes criminales, ¿por qué éstos no cumplen su obligación de juzgar los crímenes internacionales (ius cogens) cometidos por sus ciudadanos? La respuesta, si no quieren soportar un juicio en terceros países o tribunales supranacionales, es sencilla. Deberán no sólo incoar un procedimiento penal, sino demostrar -lejos de aparentar o maquillar simuladamente la existencia de un caso abierto- que se está practicando una auténtica y eficaz investigación judicial ante sus tribunales. En caso contrario, intervendrán los tribunales internacionales o los nacionales de terceros países en aplicación del principio de justicia universal.
Sin embargo, estas premisas de Derecho internacional se soslayan por aquellos Estados que buscan perpetuar una intolerable impunidad. No juzgan o no lo hacen de acuerdo con los estándares del proceso debido, se oponen a las «injerencias» de la justicia universal y no firman el Estatuto de la Corte Penal Internacional o no aceptan su competencia.
Este déficit no puede ser soportado por las víctimas. Éstas gozan del derecho a la justicia, y la comunidad internacional está obligada a procurarlo. Ante la ausencia de un tribunal penal internacional plenamente efectivo y eficaz, el principio de justicia universal, ejercido en cualquier país, no sólo en España, es hoy el instrumento imprescindible para la persecución de los más graves crímenes internacionales que destrozan la dignidad de las personas.
* MANAUEL OLLÉ SESÉ es Profesor de Derecho Penal, director de la Cátedra de Derechos Humanos, Universidad Antonio de Lebrija, presidente de la Asociación Pro-Derechos Humanos de España, APDHE.
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